¿Qué extraños lazos nos unen con las personas que trabajan para nosotros? O acaso para algunos, quizá la mayoría, esos lazos simplemente no existen. Claro que ese no era mi caso. Será que habían pasado tantos años en los que había terminado por acostumbrarme a la presencia de la señora Juana, esa mujer increíble que venía de Chincha y que cocinaba maravillosamente. O será que valoraba enormemente su labor y su buen humor (algo increíble si se tiene en cuenta que las actividades domésticas difícilmente resultan agradables). Escucharla silbando mientras cocinaba, por ejemplo, era algo que siempre me relajaba. Aprendí pronto a salir en su defensa. Para muchos resulta fácil criticar el trabajo de las empleadas, y es fácil porque nunca han estado allí, desempeñando una labor subalterna, manual, netamente física. Juana era el tipo de persona que no faltaba nunca, que estaba siempre alegre, que daba la sensación de encontrar algo agradable incluso en un trabajo que muchos detestarían. Hace casi un año nos dejó bastante apresuradamente. Intuyendo que ya no le quedaba mucho tiempo, partió para Chincha, a reencontrarse con su familia, con la promesa de regresar. Nos veríamos de nuevo un lunes, excepto que ya nunca más nos vimos.
Ahora que casi se cumple un año de su muerte, se me vino a la cabeza el recuerdo de uno de esos días en los que un amigo no pudo venir a almorzar, y cómo Juana y yo terminamos comiéndonos íntegro un riquísimo postre de maracuyá que estaba especialmente reservado para ese almuerzo. Cuando estuve en el museo Larco Herrera me pedí un postre bastante parecido... y mientras lo comía, no pude dejar de pensar en Juana. Torpemente, entonces, entre cucharadas dulces y pausadas, me estaba despidiendo de esa mujer extraordinaria, de esa segunda madre, que nos acompañó por tanto tiempo, y que de un momento a otro dejó de formar parte de nuestras vidas.